martes, 17 de mayo de 2011

Discípulos y apóstoles de Jesús Resucitado

Don Pascual Chávez, SDB

CARTA DEL RECTOR MAYOR ESPIRITUALIDAD Y MISIÓN
Discípulos y apóstoles de Jesús Resucitado

Punto de partida.
1. ORIGEN PASCUAL DE LA MISIÓN.
2. DINAMISMO EXISTENCIAL DE LA MISIÓN.
3. MODALIDAD DE ACTUACIÓN DE LA MISIÓN. 
4. MÍSTICA PROFUNDA DE LA MISIÓN.
Conclusión.



Roma, 24 de abril de 2011
Solemnidad de la Pascua del Señor

Queridos Hermanos:
Os saludo con la inmensa alegría del Señor Jesús resucitado, nuevo Adán, que nos hace discípulos y apóstoles para realizar su misión de renovar en profundidad a la humanidad, liberándola de toda clase de mal y transformándola con la fuerza del Amor. Fue en una solemnidad de Pascua cuando
Don Bosco pudo finalmente encontrar un ‘techado’ para empezar su misión educativa pastoral en favor de los jóvenes pobres y abandonados. Fue en una solemnidad de Pascua cuando nuestro fundador y padre fue canonizado, confirmando con la santidad su experiencia espiritual y pedagógica de Valdocco. En esta solemnidad de Pascua os invito a vivir con un auténtico espíritu misionero en todas las partes del mundo.
Después de mi última carta, en la que os presenté el comentario al Aguinaldo «Venid y veréis» y os invité a promover una ‘cultura vocacional’, fruto de un ambiente caracterizado por un atrayente y envolvente espíritu de familia, por una fuerte experiencia espiritual y una comprometedora dimensión apostólica, ha habido acontecimientos muy importantes que ahora os comunico.
Ante todo en el “Salesianum” de Roma se han celebrado las Jornadas de Espiritualidad sobre el tema del Aguinaldo 2011, con una gran participación de los diversos grupos de la Familia Salesiana. Agrada constatar que este momento se haya convertido en un potente coagulante de las diferentes ramas, haciendo crecer la identidad, la comunión y la misión de toda la Familia de Don Bosco.
Desde el 8 al 11 de febrero, con don Francesco Cereda y don Juan José Bartolomé, participé en el Seminario teológico, organizado por la Unión de los Superiores Generales (USG) y la Unión Internacional de las Superioras

Generales (UISG), sobre el tema «Teología de la vida consagrada. Identidad y significatividad de la vida consagrada apostólica». Participaron 30 teólogos/ teólogas de todo el mundo y 20 Superiores/Superioras Generales. El tema lo habían escogido las dos Uniones de Superiores y Superioras para señalar las cuestiones emergentes y vitales que la vida consagrada apostólica está experimentando, favoreciendo una perspectiva de diálogo entre las preguntas y las respuestas, entre las expectativas y las propuestas, entre los retos y los caminos que se pueden recorrer. En la diversidad de los lenguajes y de las necesidades, han surgido inmediatamente dos cuestiones como las más necesitadas de profundización y vivencia; son las dos cuestiones que aparecen en el título del Seminario: la significatividad y la identidad.
La significatividad de la Vida Consagrada puede buscarse sólo en su importancia evangélica y hay que buscarla, pues, no tanto en la recuperación de espacios de visibilidad y de prestigio en la sociedad y/o en la Iglesia, como en su identidad carismática, evangélica y profética: ser memoria viva de la forma de vida de Cristo, según el carisma de fundación, empapada en el Misterio de Dios y comprometida en medio del mundo, amado por Él. La identidad de la Vida Consagrada además debe comprenderse cada vez más hoy como una identidad «relacional» y «en camino». Esa identidad se funda en la consagración bautismal común; en ella se reconoce una profunda fraternidad con todas le vocaciones cristianas; de ella, por regalo de Dios, extrae la mayor gracia, intentando proponer y actualizar la misma forma de vida de Jesús. Es una identidad «en camino» precisamente porque se juega sobre una dialéctica entre una referencia que es siempre idéntica, la vida de Jesús, y otra realidad que está siempre en cambio, la situación histórica concreta.
Se han realizado después las tres primeras «Visitas de Conjunto»: en la Región Asia Sur en Bangalore (India); en la Región Asia Este y Oceanía en Hua Hin (Tailandia); y en la Región América Cono Sur en Santiago de Chile. Deben subrayarse los temas escogidos por las dos Regiones de Asia, referidos a la inculturación del carisma salesiano y la evangelización en las sociedades postcristianas, cristianas y plurirreligiosas.
Hemos vivido, finalmente, en este periodo, la solidaridad con el pueblo japonés, duramente probado por un terremoto y un tsunami devastadores que, sobre todo después de las graves averías de algunos reactores de una central nuclear, han aterrorizado al mundo y han elevado su voz, pidiendo reflexión y replanteamiento.

Esta nueva carta, siempre en línea con el CG26, está en estrecha conexión con los dos últimos Aguinaldos de 2010 y 2011 y en perfecta sintonía con el próximo Sínodo de los Obispos, que trata de «La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana». Es una reflexión sobre el carácter misionero de la Iglesia y de la Congregación y, de modo especial, de la evangelización como horizonte de la actividad ordinaria de la Iglesia, del anuncio del Evangelio «ad gentes», y de la obra de evangelización «intra gentes». Ha madurado ya la convicción de que todo el mundo se ha convertido en tierra de misión. El artículo 6 de las Constituciones dice sobre ello que «la vocación salesiana nos sitúa en el corazón de la Iglesia y nos pone totalmente al servicio de su misión». Esto para nosotros se traduce en la misión de ser evangelizadores de los jóvenes, en el cuidado de las vocaciones apostólicas, en la educación de la fe en los ambientes populares, especialmente con la comunicación social, y en el anuncio del Evangelio a los pueblos que no lo conocen. Espero que la lectura de esta comunicación os estimule a ser alegres y convencidos discípulos y apóstoles de Jesús. Punto de partida
Querría partir, en esta carta sobre Espiritualidad y misión, de Mt 28,16- 20, el texto evangélico clásico del mandato misionero, que el Señor Jesús resucitado confía a sus discípulos y con el que se cierra el evangelio de Mateo.
Se trata de un pasaje que nosotros los Salesianos, enviados a los jóvenes, llevamos sin duda en el corazón como clave de lectura de nuestra existencia y como impulso interior de nuestra actividad. En las pocas palabras del texto evangélico la naturaleza auténtica de la misión cristiana se expresa en una síntesis maravillosa, cuya riqueza debe descubrirse siempre en la oración constante, en la tarea de la reflexión y en la obediencia de la vida. Os invito por eso a escuchar con apertura de corazón y frescura de mente las palabras que Jesús resucitado dirigió a los Once, en su último encuentro con ellos. Se presentan como síntesis y clave de lectura de toda la narración evangélica.
Los once discípulos, mientras tanto, fueron a Galilea, al monte que Jesús les había señalado. Cuando lo vieron, se prostraron. Pero dudaron. Jesús se acercó y les dijo: «Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28,16 y 18-20).

En el breve relato impresiona enseguida un hecho: el imperativo con el que Jesús resucitado asigna a los Apóstoles, y en ellos a la Iglesia de todo tiempo, el mandato misionero «Id y haced discípulos a todos los pueblos». Se encierra entre dos afirmaciones en indicativo, que se refieren a Jesús mismo y expresan su identidad: una declaración sobre su autoridad universal —«Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra»— y una Palabra para asegurarles —«Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo». El mandato misionero va precedido, pues, de la afirmación de Jesús que proclama su autoridad soberana y universal; va seguida después por la promesa de estar siempre y en todas partes con sus enviados.
La estructura literaria del relato describe de modo eficaz la esencia cristológica de la misión. El mandato apostólico está puesto entre dos sentencias que se refieren a Jesús resucitado, porque es a partir de Él cómo se comprende la índole y el sentido de la misión cristiana. Lo que los apóstoles y misioneros de toda época deben hacer deriva de lo que Él es, que de Él nace y con Él crece. Lo que Jesús, resucitado de entre los muertos, ha llegado a ser tiene consecuencias ineludibles para lo que sus discípulos deben hacer; dicho con otras palabras, ya que Jesús resucitado es Señor universal y es compañero permanente de los discípulos que lo han visto y adorado, Él los puede enviar con un cometido preciso: convertir a los pueblos en discípulos, consagrados por Dios con el bautismo y enseñados por ellos para que cumplan la voluntad del Señor Jesús. Os ofrezco, por eso, algunas reflexiones sobre este tema central, desarrollando cuatro puntos que este denso relato evangélico propone: el origen pascual de la misión; su dinamismo existencial; sus modos de actuación; su mística profunda.
1. ORIGEN PASCUAL DE LA MISIÓN
Como ya sugería, la primera afirmación del texto es una solemne declaración del Señorío absoluto de Jesús resucitado, puesta en la boca del mismo Jesús. Expresa de modo profundo la eficacia del acontecimiento pascual: mediante la resurrección Jesús ha sido constituido en el pleno ejercicio de su poder y comparte, con todos los derechos, también en su propia humanidad, el señorío salvífico de Dios sobre el cosmos y la historia.

Por esto se le puede atribuir el nombre que en Mt 11,25 se aplica al Padre: «Señor del cielo y de la tierra». Oímos en este título el eco de la profecía de Daniel sobre el Hijo del Hombre (cfr. Dan 7,14), que Jesús se aplica a sí mismo ante el Sanedrín: «Veréis al hijo del hombre sentado a la diestra del Todopoderoso y venir sobre las nubes del cielo» (Mt 26,64). Comprendemos así que Jesús anuncia solemnemente a los discípulos su propia victoria sobre las potencias del mal y de la muerte y se presenta a ellos como portador de renovación para la creación.
Hay otro elemento que no debe marginarse: el señorío universal que Dios ha dado a Jesús resucitado no se afirma como un hecho personal, sino como una realidad recibida. Dios le ha dado un dominio que sólo a Él mismo le pertenece; a su vez Jesús sabe que ha recibido una soberanía que conviene sólo a Dios. Jesús ha aceptado libre y conscientemente un poder que es propio de Dios. Consecuencia inmediata de este reconocerse Señor universal será el mandato misionero.
La misión apostólica no es, pues, un acto de benevolencia de Jesús que envía; no nace de la compasión que suscita ver a su pueblo descarriado. La misión apostólica es, en primer lugar, consecuencia y manifestación explícita del señorío de Jesús. Dado que Él es consciente de ser Señor del cielo y de la tierra, envía a sus discípulos convirtiéndolos en apóstoles. Hay una misión universal, porque hay un Señor universal. Es muy importante para un enviado de Jesús, que todos los días está en contacto con las más diversas y dolorosas formas de la pobreza humana, material y espiritual, tener una asidua contemplación interior de ese misterio. Se siente enviado por Cristo el que cree tener en Él al único Señor; precisamente porque está sometido a la autoridad del Señor Jesús, el creyente en Jesús resucitado es consciente de ser enviado por Él.
El trabajo pastoral, sobre todo en las zonas más desoladas y pobres del planeta, hace experimentar la fuerza brutal del egoísmo y del abuso que producen las condiciones infrahumanas en la que tienen que vivir tantos hermanos y hermanas. El choque diario con esta áspera realidad puede conducir hasta la desconfianza y el debilitamiento interior de las fuerzas o a la tentación de buscar caminos de solución que no son las que sugiere el Señor Jesús. Por eso la mirada de fe de un apóstol debe dirigirse permanentemente hacia el que tiene pleno poder en el cielo y en la tierra, para poderse afianzar en la convicción profunda de que Jesús es el manantial escatológico del que brota la renovación del mundo (cfr. Jn 7,37-39; 19,34). En Él y sólo en Él existe un poder que se revela más fuerte que cualquier potencia mundana, porque es la fuerza misma de Dios, a la que nada puede resistirse. El enviado de Jesús no puede olvidar nunca, sin perder su razón de ser, que ha nacido del ejercicio de autoridad de su Señor.

Hay que añadir además, como enseña la Carta a los Hebreos, que ese poder ha sido adquirido por Cristo precisamente a través del camino que lo ha llevado a hacerse íntimamente solidario con el hombre y con su condición de fragilidad. En la perspectiva sacerdotal típica de este escrito del Nuevo Testamento se afirma que Jesús ha sido «hecho perfecto» en su identidad de mediador entre Dios y el hombre precisamente a través del sufrimiento (cfr. Heb 2,10; 5,9). El Sumo Sacerdote que ha atravesado los cielos y ha sido entronizado por el Padre a su derecha, es el que se ha hecho «en todo semejante a los hermanos» (Heb 2,17) y «ha sido puesto a prueba en todo como nosotros» (Heb 4, 15). Por ese motivo el autor de esa espléndida homilía puede animar a los cristianos perseguidos, recordándoles que Jesús «precisamente por haber sido probado y haber sufrido personalmente, […] es capaz de ayudar a los que sufren la prueba» (Heb 2,18). Se trata de un mensaje asombroso de fuerza y consolación: la potencia victoriosa de Jesús resucitado es la del que se ha hecho hermano de todo hombre, solidario con el nivel extremo de la miseria humana y precisamente por eso se ha convertido en vencedor. «La gloria de Cristo», afirma en un comentario el Card. Vanhoye, no es la gloria de un ser ambicioso, satisfecho de las propias empresas, ni la gloria de un guerrero que ha derrotado a los enemigos con la fuerza de las armas, sino que es la gloria del amor, la gloria de haber amado hasta el final, de haber restablecido la comunión entre nosotros pecadores y su Padre».1
Así pues, cuando Jesús anuncia a los Once que le ha sido dado todo poder, no lo hace desde luego para informarles de su éxito, sino para transmitirles, y a través de ellos a todo el mundo, la más hermosa noticia de la historia: Él ha vencido para nosotros; es Señor de todo para que todo sea nuestro y nosotros podamos ser de Dios (cfr. 1 Cor 15,28). Por eso estamos llamados a abandonar el mundo viejo, el mundo de la corrupción y del pecado, de la mentira y del sin sentido, para entrar en la creación nueva, en lo que podríamos llamar un nuevo habitat, del que Jesús es Señor. Es el habitat del Reino de Dios, Reino de justicia, de amor y de paz, en el que se entra revistiéndose del hombre nuevo. El testimonio de los misioneros nace precisamente al descubrir en su propia vida esta pertenencia al Reino, al experimentar en sí mismos la potente solidaridad de Cristo y su señorío de amor que renueva y transforma todo con su potencia.
El carácter totalizador de este señorío de amor está fuertemente resaltado por el hecho de que en estos versículos aparece hasta cuatro veces el adjetivo «todo»: «toda la potencia», «todos los pueblos», «todo lo que os he mandado», «todos los días». Con la insistencia de este adjetivo, el evangelista quiere mostrar sin duda que no hay dimensión en el espacio y en el tiempo que se sustraiga al influjo del Señor Jesús, que pueda resultar extraña a la renovación que Él ha introducido en la historia y que no sea destinataria de su acción.
Entre las varias consideraciones que este dato podría sugerir, a nosotros nos interesa poner en relación el señorío salvífico de Jesús con la universalidad de la misión. El texto de Mateo es sumamente explícito: la evangelización debe ser dirigida a «todos los pueblos». Ya en la última cena Jesús había expresado claramente la dimensión universal de su acción salvífica, afirmando que su sangre, en la que se realizaba la nueva y definitiva alianza, venía derramada «por muchos» (Mt 26,28). Estaba, pues, claro para la comunidad naciente que, después de la muerte y resurrección de Jesús, era necesario superar toda forma de exclusiva de la salvación; pero la molestia en traducir a actitudes y opciones concretas esa certeza no fue en ningún caso pequeña.
Se pedía un verdadero vuelco de mentalidad, en el que tuvo un papel esencial y relevante la actividad del gran Apóstol de las gentes, que es el modelo de todo misionero, Pablo de Tarso. Ante el pensamiento de que «uno ha muerto por todos» (2 Cor 5,14), él se sintió poseído y lanzado por el amor de Cristo: caritas Christi urget nos. Aun habiendo nacido y crecido en la mentalidad del más rígido exclusivismo salvífico hebreo, Pablo aprendió a mirar a los hombres de otros lugares y culturas con ojos totalmente nuevos, porque «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2,4). Queridos hermanos, también para nosotros hoy el horizonte universal de la misión sigue siendo un reto abierto y una meta en absoluto alcanzada.
No se trata evidentemente de una colonización eclesial del planeta, sino del servicio del amor y de la verdad ante millones, miles de millones de hombres que no conocen aún la novedad de Cristo y la experiencia dulcísima de su amor y de su compañía. Juan Pablo II en la gran encíclica Redemptoris Missio, refiriéndose a la buena noticia del Evangelio, escribía: «Todos de hecho la buscan, aunque a veces de modo confuso, y tienen derecho a conocer el valor de ese don y de acceder a él. La Iglesia y, en ella, todo cristiano no pueden esconder ni conservar para sí esta novedad y riqueza, recibida de la bondad divina para que sea comunicada a todos los hombres».2 En el contexto de un mundo cada vez más caracterizado por la globalización, con los fenómenos derivados de encuentro de culturas y tradiciones diversas, de migraciones y hegemonía del mercado, el reto de la universalidad de la misión se plantea con extrema urgencia. El indiferentismo religioso y el relativismo cultural que marcan especialmente el Occidente, tienden a apagar la percepción de la infinitud de Jesucristo y a favorecer un reflujo de la fe a lo privado y hasta el subjetivismo de una religión «hecha a la medida», de la que obviamente no puede salir ningún impulso misionero. También nuestras comunidades cristianas, y también nosotros, los Salesianos, corremos el riesgo de contagiarnos hasta no advertir ya la urgencia de evangelizar, de abrirse al exterior, de buscar al hermano diverso, de atreverse al riesgo del compromiso de un testimonio en primera persona. El peligro de una creciente indisponibilidad para la evangelización serpea entre nosotros y pone en peligro nuestra vocación apostólica, precisamente porque ese peligro no siempre es consciente. Y se vuelve inconsciente cuando no se vive sometido a la soberanía de Jesús resucitado.
También nosotros podríamos ser víctimas de este clima y dejarnos fascinar por tareas no directamente centradas en el testimonio de Jesús, para contentarnos con cualquier cosa que de modo inmediato parece ser más eficaz que la siembra evangélica de la Palabra de Dios. O también podríamos sufrir la tentación de quedarnos en posturas estancadas, lejos de la frontera del primer anuncio. La Palabra que nace del corazón de Cristo Señor y nos manda conducirle a Él todos los pueblos, debe inquietar nuestras conciencias y sacudir toda nuestra inercia y pereza para devolvernos la valentía de la temeridad. Como ocurrió con los primeros Apóstoles, que predicaron a Cristo, poniendo en peligro sus existencias.

2. DINAMISMO EXISTENCIAL DE LA MISIÓN
De la afirmación del señorío de Cristo deriva, ineludible, el imperativo de la misión. Es significativo el modo con que se expresa el texto evangélico. Después de afirmar el señorío de Jesús, prosigue: «Id, pues, y haced discípulos… ». Ese «pues» expresa la concatenación que subsiste entre la primera afirmación y la segunda. La instauración del señorío de Cristo, que es el movimiento con el que el amor de Dios viene al encuentro del hombre, suscita el movimiento de la misión. El ir de los discípulos a todo el mundo deriva precisamente del eterno ir de Dios al encuentro de todo hombre en Cristo Señor, y justamente por esto debe reflejarlo en profundidad: no puede ser un camino decidido a partir de cálculos humanos, sino que debe dejarse plasmar continuamente por la docilidad al querer del Señor Jesús. Y, en efecto, el envío no nació en el corazón de discípulos bien intencionados, sino de la voluntad soberana de su Señor; no depende por eso de la buena voluntad de los enviados, porque es un mandato preciso del Señor Jesús, plenamente consciente de su poder.
Es esta, pienso, la enseñanza que nos transmiten aquellos episodios de los Hechos de los Apóstoles, en los que el Señor parece indicar de modo muy directo los lugares en los que el misionero debe ir. Al diácono Felipe, por ejemplo, un ángel le dice: «Levántate y ve hacia el sur, por el camino que baja de Jerusalén a Gaza» (Hch 8,26); allí encontrará al funcionario de la reina Candace. A Pablo y Timoteo, que de la Misia querían pasar a Bitinia, «el Espíritu de Jesús no lo permitió» (Hch 16,7) y, mientras se encontraban en Troade, una visión nocturna le dijo al Apóstol que se dirigiese a Macedonia. El episodio no es una simple anécdota; en toda la historia del cristianismo los santos han experimentado de diversos modos que el Señor les indicaba un territorio especial al que debían orientar sus energías. Don Bosco, lo sabemos muy bien, no es una excepción; desde pequeño se sintió enviado a una misión específica y vivió toda la vida realizando ese mandado.
No puedo dejar de referirme, al llegar a este punto, a los sueños de Don Bosco. Él soñó con mucha precisión con algunos pueblos a los que debería enviar a sus primeros misioneros. Es la señal de que la marcha del discípulo está movida realmente por la intervención de Dios. Naturalmente estas experiencias extraordinarias de iluminación divina no pueden ser la forma normal del discernimiento. Ordinariamente, en efecto, la luz para la opciones pastorales debe buscarse en la escucha orante de la Palabra, en la acogida de las indicaciones y las peticiones de la Iglesia, en la atención a los signos de los tiempos; pero su presencia en la historia de la Iglesia, y en particular en los momentos de fundación de los Institutos, sigue siendo el signo elocuente de cómo la actividad apostólica requiere docilidad absoluta a la voluntad de Dios y al aliento del Espíritu.
Si bajo el perfil «geográfico» la misión no tiene límites, porque el anuncio del señorío de Cristo debe ofrecerse a todos los pueblos, podríamos preguntarnos: bajo el perfil personal ¿hasta dónde debe llegar el itinerario del enviado?
La respuesta no puede ser más que idéntica: hasta la entrega de sí sin límites, sin medida, sin demora. También al apóstol, en efecto, como a Pedro, el Señor le dice: «Duc in altum, boga mar adentro» (Lc 5,4). El «adentro» no es un punto preciso al que debe dirigirse, sino una situación en la que se han dejado atrás las seguridades de la orilla y la estabilidad de una tierra bajo los pies, para retar al mar abierto. Es el lugar en el que la única seguridad viene de la compañía del Señor y de la obediencia a su querer; es el lugar en el que no se caminaría nunca sobre la base de prudencias mundanas consolidadas; es el lugar hacia el que se dirigió el camino de los grandes personajes bíblicos, independientemente de las trochas de la tierra que han recorrido.
Al decirnos «Id», el Señor nos pide también a nosotros, como individuos y como comunidad, que alcancemos ante todo ese ‘lugar’, al que se llega sólo con un profundo acto de fe y de disponibilidad, que aumenta donde y cuando crece el peligro cierto o desconocido. La experiencia de vida misionera debe hacer ese camino, porque sólo yendo allí donde nos conduce Dios lo encontraremos de nuevo y nos haremos capaces también de entender los lugares y las situaciones a las que nos ha enviado Dios.
Por otra parte ¿no ha sido esta, quizá, la experiencia de Pablo apóstol? Mucho antes de sus viajes misioneros, debió hacer un viaje mucho más comprometido: el que hizo hacia la profundidad del propio corazón, aceptando un radical vuelco de su precedente visión del mundo y de la vida. Ese viaje, programado en el camino de Damasco, lo vio llegar a la meta de un modo completamente diferente de lo que había imaginado: no ya con la petulancia del hombre seguro de sí y de la propia justicia, que va a hacer realidad sus proyectos convencido de que actúa en el nombre de Dios, sino con la humildad del que se ha rendido y entregado a un Misterio más grande y ansíaconocer qué es lo que el Señor espera de él.
Sin este primero y fundamental viaje, no tendríamos al gran Apóstol de las gentes, el viajero incansable que recorrió los caminos del mundo hasta el centro del Imperio, para anunciar la necedad y la debilidad de la cruz como sabiduría y fuerza de Dios. No tendríamos al que vivió creando comunidades, de las que se sintió siempre padre y maestro. No tendríamos al que, al final, anunció a Cristo sobre todo con el martirio, llevando la entrega de su vida hasta las consecuencias extremas.
No podemos dejar de preguntarnos hasta qué punto nosotros hemos hecho de verdad este primero y fundamental viaje de la fe y hasta qué punto estamos convencidos de que esta es la condición fundamental para que a nuestro múltiple caminar por el mundo se le pueda aplicar realmente un término cristianamente tan alto, como es el de «misión». Esta es la Palabra con la que Jesús se define y presenta a sí mismo y con la que indica lo que el Padre ha hecho de Él: el Enviado, el Mandado, el Apóstol.
Pero el ir de los Apóstoles y de los misioneros, puesto en movimiento por el ir del mismo Dios, no es el único movimiento que se destaca en estas palabras.
En la afirmación «haced discípulos» está incluido, en efecto, el movimiento de los que al convertirse exactamente en discípulos, se abrirán a Cristo e irán a su encuentro. Ser discípulo es un modo de vivir la propia existencia, en la que se entra aceptando una ‘disciplina’, es decir, un modo de actuar, que se aprende estando cerca de Jesús, de acompañar en la vida. Los primeros enviados de Jesús resucitado fueron ante todo sus discípulos y fueron enviados para ‘dar discípulos’ a su Señor. Antes, pues, de ir en su nombre, se debe permanecer junto a Él; antes de tener come destino el mundo y como encargo ‘hacer discípulos’, se debe haber aprendido en la convivencia qué significa ser enviados por el Enviado: sólo el Apóstol del Padre es el maestro de sus apóstoles.
Se sabe que el contenido de la misión lo explicitan con matices diversos los cuatro evangelistas, como lo declara también la encíclica Redemptoris Missio núm. 23, y que en Mateo el acento está en la fundación de la Iglesia; pero no es éste el lugar para una discusión de este género. Interesa más bien subrayar que, dado que el discipulado cristiano no puede de ningún modo aparentar una pertenencia inducida por la fuerza, la expresión «haced discípulos », mientras confía el cometido de una enseñanza con autoridad, abre el horizonte de un límpido camino de libertad.
Convertirse en discípulos de Jesús, efectivamente, significa convertirse en discípulos de la verdadera Sabiduría, y por tanto ser alcanzados en lo profundo del propio espíritu por el esplendor de la luz divina. Esto comporta el ejercicio de la propia libertad en la asunción de una persona, Jesucristo, como norma de vida. Significa al mismo tiempo entrar en la gran familia de los discípulos que es la Iglesia, descubriendo la compañía de tantos otros hermanos y hermanas no sólo en la comunión sincrónica de una comunidad que se extiende en todos los continentes, sino también en la comunión diacrónica con todos los cristianos que nos han precedido y que ya están junto a Dios, empezando por la Santísima Virgen y por todos los santos del cielo. ¡Qué maravilloso movimiento es el de la libertad que invade a los discípulos cristianos y respira el aire fresco del Evangelio, dejándose oxigenar por el Espíritu de Cristo! Es como una danza, una fiesta de la libertad, que no sólo a cada uno, sino a comunidades y culturas enteras. Éstas, abriéndose a Cristo, no pierden nada de sus propios y auténticos valores, sino que los recuperan a un nivel más elevado, en el discipulado cristiano, purificados de lo que tenían de ambiguo y caduco. Comprendemos qué delicado y exigente es el papel de los misioneros en este servicio a la auténtica libertad de los que encuentran, cuánta íntima sintonía con el Señor exige, cuánta preparación teológica y cultural requiere, qué capacidad de escucha y de diálogo supone. Verdaderamente la superficialidad y la improvisación en este ámbito podrían producir solo daños, porque corren siempre el riesgo de «hacer discípulos» de nuestras ideas y de nuestras costumbres, de nuestras estrategias y de nuestros proyectos, de nuestra mentalidad y de nuestros esquemas culturales, más que discípulos de Cristo y de su Palabra. Y entonces, en vez de favorecer el movimiento de los pueblos hacia la alegría de la fe, podríamos provocar el riesgo de obstaculizarlo o de ralentizarlo.

3. MODALIDAD DE ACTUACIÓN DE LA MISIÓN
Al confiar la misión, Jesús señala también a los Apóstoles los que, de algún modo, serán sus «instrumentos de trabajo»: la Palabra y los sacramentos. Él dice, en efecto, que deberán «enseñar a observar todo lo que ha mandado» y que tendrán que «bautizar en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». Este binomio de Palabra y de gesto sacramental, de enseñanza y de acción salvífica, caracteriza desde siempre el mandato de Jesús. Ya los relatos evangélicos de vocaciones narran que Él mandó a los Doce «a predicar con el poder de echar los demonios» (Mc 3,14-15) y en toda la tradición evangélica el anuncio del Reino está siempre acompañado, cuando no precedido (cfr. Mc 1,21ss), por los gestos de liberación y de salvación que atestiguan su venida efectiva.
En la unión de estos dos elementos fundamentales de la misión cristiana, emerge con claridad el hecho de que la Palabra de Dios, que el misionero ha de transmitir a los hombres, no es nunca simplemente una doctrina conceptual, un conjunto de verdades abstractas, un código de comportamiento ético, sino que es la expresión de la comunicación viva y actual de Dios. La Palabra de Dios es viva y eficaz, actúa con fuerza, tanto que el Señor puede presentarse ante la humanidad afirmando solemnemente: «¡He dicho y he hecho!» (Ez 37,14). Y en efecto, toda la historia del mundo, desde la creación en adelante, está puesta en movimiento por aquella Palabra creadora de Dios (Jn 1,1-3), que en la Encarnación toma el rostro humano de Jesús (Jn 1,14). La Palabra de Dios es Dios mismo, manifestado en Jesucristo.
Así pues, cuando el misionero anuncia a Cristo a los hombres, no introduce en su vida algo extraño y ocasional, sino más bien hace comprensible aquella Palabra que desde siempre fundamenta su existencia y manifiesta de modo definitivo su significado y valor. La Iglesia, como ha recordado autorizadamente el reciente Sínodo de los Obispos, ha sido constituida como casa de la Palabra no para retenerla, sino para difundirla en todo el mundo.
Una Palabra que no dice ya nada, una Palabra callada, es Palabra muerta; el apóstol anunciando la Palabra, además de difundirla, la defiende del olvido; ella da vida al mundo. Vale la pena volver a escuchar a este propósito algunos pasajes del Mensaje al Pueblo de Dios de la XII Asamblea del Sínodo de los Obispos sobre
«La Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia». «De Sión saldrá la ley y de Jerusalén la Palabra del Señor» (Is 2,3). La Palabra de Dios personificada sale de su casa, el templo, y se encamina por las calles del mundo para encontrar la gran peregrinación que los pueblos de la tierra han emprendido a la búsqueda de la verdad, de la justicia y de la paz. Hay, en efecto, también en la moderna ciudad secularizada, en sus plazas y en su calles —donde parecen dominar incredulidad e indiferencia, donde el mal parece prevalecer sobre el bien, creando la impresión de la victoria de Babilonia sobre Jerusalén— un aliento oculto, una esperanza germinal, un temblor de espera. Como se lee en el libro del profeta Amós, “He aquí que vendrán días en los que mandaré hambre en el país, no hambre de pan ni sed de agua, sino de escuchar la Palabra del Señor” (Am 8,11). A esta hambre quiere responder la misión evangelizadora de la Iglesia. También Cristo Jesús resucitado lanza a los Apóstoles titubeantes la llamada para que salgan de los confines de su horizonte protegido: “Id y haced discípulos a todos los pueblos… enseñándoles a observar todo lo que os he mandado” (Mt. 28,19-20). La Biblia está toda ella penetrada por llamadas a no callar, a gritar con fuerza, a anunciar la Palabra en el momento oportuno y no oportuno, a ser centinelas que rasgan el silencio de la indiferencia».3
Y después de haber recordado los retos que ocasionan los nuevos medios de comunicación, en los que debe también resonar la voz de la Palabra divina, el Mensaje prosigue eficazmente:
«En un tiempo dominado por la imagen, propuesta especialmente por ese medio hegemónico de la comunicación que es la televisión, es significativo y sugestivo todavía hoy el modelo privilegiado por Cristo. Él recurría al símbolo, a la narración, al ejemplo, a la experiencia cotidiana, a la parábola: “Les hablaba de muchas cosas en parábolas… y fuera de parábolas no decía nada a las masas” (Mt 13,3.34). Jesús en su anuncio del reino de Dios no se dirigía nunca a sus interlocutores con un lenguaje vago, abstracto y etéreo, sino que los conquistaba partiendo precisamente de la tierra que pisaban para conducirlos de lo cotidiano a la revelación del reino de los cielos. Resulta significativa, entonces, la escena evocada por Juan: “Algunos querían arrestar a Jesús, pero nadie puso las manos sobre él. Los guardias volvieron junto a los jefes de los sacerdotes y los fariseos y éstos les dijeron: ¿Por qué no lo habéis traído aquí? Respondieron los guardias: ¡Nunca un hombre ha hablado así!”» (Jn 7, 44-46) ».4
Se abren aquí horizontes espirituales verdaderamente fascinantes de comunicación del Evangelio, en los que el apóstol, ensimismándose en los sentimientos y pensamientos de Cristo, aprende a convertirse en su portavoz, según la espléndida imagen de Pablo: «en nombre de Cristo somos embajadores: por nuestro medio es Dios mismo el que exhorta» (2 Cor 5,20).
Como Jesús, Hijo predilecto de Dios, antes de ponerse a evangelizar al mundo, el evangelizador hoy debe reconocerse y quererse como Dios lo ha proclamado y querido: hijo amado. El apóstol, antes de tener el Evangelio como cometido, lo encuentra y conserva como un tesoro en el propio corazón. Cuando lo proclama, como Jesús, será testigo digno de fe, que sabe suscitar la respuesta y por tanto «hacer discípulos».

Y si alguna vez tenemos la impresión de que muchos no comprenden y no acogen la Palabra que anunciamos, o que el resultado de nuestros esfuerzos es demasiado pequeño, recordemos la parábola del sembrador. Jesús la contó precisamente para responder al desánimo de los discípulos que, después de los primeros entusiasmos suscitados por Él, veían que poco a poco se reducía el número de los que lo seguían. Hasta empezaban a preguntarse cómo nacería la salvación de Israel de un acto tan humilde como la predicación dirigida a gente simple y sin prestigio en la sociedad. Jesús, precisamente por medio de la parábola, quería infundir optimismo y confianza: quien tiene la paciencia del campesino puede constatar que la ingrata fatiga de una siembra generosa, aunque esté expuesta al riesgo de terrenos estériles, resulta premiada con abundancia.
Comentando esta parábola, en una meditación sobre la espiritualidad sacerdotal, el entonces teólogo Joseph Ratzinger afirmaba: «debemos pensar en la situación muchas veces casi desesperada del agricultor de Israel, que arranca la cosecha de una tierra que en todo momento amenaza con volverse desierto. Y también, aunque se hayan hecho esfuerzos vanos, hay siempre semillas que maduran para la cosecha y creciendo a través de todos los peligros llegan a ser fruto, premiando abundantemente todas las fatigas. Con esta alusión Jesús pretende decir: todas las cosas verdaderamente útiles en este mundo comienzan en la modestia y en el ocultamiento […] Lo que es pequeño comienza aquí en mis palabras y crecerá cada vez más, mientras que lo que hoy se propone como un gran éxito está hundido ya hace tiempo».5
En el anuncio de la Palabra, pues, hay una lógica de pequeñez y de humildad que todo misionero debe aprender. Él no pocas veces «al ir, va llorando, llevando la simiente que arrojar», pero él o quien le siga tendrá la alegría de «volver con júbilo, trayendo sus gavillas» (cfr. Sal 125/126). Lo que se le pide, en realidad, no es el éxito, sino la fidelidad a su Señor, aun cuando esto suponga incomprensiones y servidumbres que pagar. Al final lo único que no defrauda es esta fidelidad a la Palabra. Hagamos, pues, nuestras las palabras con las que Pablo, distanciándose de los falsos misioneros que perturbaban a la Iglesia naciente de Corinto, expresó su línea de conducta en el anuncio del Evangelio: «Hemos rechazado el callar por vergüenza, sin portarnos con astucia ni falsificando la Palabra de Dios; al contrario, anunciamos abiertamente la verdad y nos presentamos nosotros mismos ante toda conciencia humana, bajo la mirada de Dios» (2 Cor 4,2).
En esta línea se sitúa también la celebración de los sacramentos y más ampliamente la liturgia de la Iglesia, a la que el texto de Mateo se refiere introduciendo el tema del bautismo con la fórmula trinitaria. Para la mentalidad pragmática del hombre moderno no hay nada que resulte tan escandaloso como la lógica de la liturgia. Con todos los problemas urgentes que hay en el mundo —así le resulta espontáneo razonar— ¿no es pérdida de tiempo dedicar momentos de la vida a la celebración? Y sin embargo precisamente la celebración litúrgica, y de modo especial la celebración de los sacramentos, lleva dentro de sí la fuerza de la Pascua de Cristo, el dinamismo potente de la vida de Dios.
Bautizar «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» significa no sólo, según el significado profano da «actuar en el nombre de», recurrir a una autoridad jurídica que nos ha confiado su representación; quiere decir también, según el significado bíblico de «actuar en el nombre de», referirse a la presencia viva y a la potencia operante del Dios trinitario. Ahí, más que nunca, la misión alcanza la propia meta, porque conduce a los hombres a encontrarse no sólo con el testimonio acerca de Dios, sino con Dios mismo en su totalidad.
Y los hombres deben bautizarse, es decir, sumergirse a través de la fe en el seno de la Trinidad, que es su casa; deben introducirse en la potencia de amor, que se reveló en el señorío pascual de Cristo. Es ésta la verdadera “eficiencia » que regenera al mundo, aquella sin la que en vano nos levantaremos de madrugada e iremos tarde a dormir, para comer sólo pan de sudor, mientras que el Señor se lo dará a sus amigos mientras duermen (cfr. Sal 127). De aquí nace la vida de la Iglesia, esa humanidad renovada por la gracia pascual que el Señor hace crecer en la historia también por medio nuestro.

4. MÍSTICA PROFUNDA DE LA MISIÓN
La última Palabra que Jesús dice a los Once, después de haberles confiado el mandato misionero, es una Palabra de fortalecimiento: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo». Es una gran promesa, que vale como garantía de seguridad y motivo de confianza. En ella resuena el eco del apoyo que Dios garantizó siempre en el Antiguo Testamento a los que había llamado para una vocación especial: «No temas, yo estoy contigo». En ella se cumple sobre todo la identidad de Jesús, que desde el principio del Evangelio de Mateo, en los relatos de la infancia, es presentado como Enmanuel, el «Dios con nosotros». Los acontecimientos de la pasión, muerte y resurrección de Jesús no han borrado, pues, su presencia de la historia, ni su voluntad de quedarse junto a los que, poco antes no se habían quedado junto a él; el compromiso de Jesús resucitado de estar con ellos se ha hecho definitivo y permanente, en el tiempo y en el espacio, hasta el fin del mundo.
Percibimos sin duda cuánto consuelo y cuánta fuerza brotan de esas palabras. Para el que se sabe y quiere ser invitado suyo, cada jornada de la vida se abre y se cierra en la luz de una presencia aseguradora, más fuerte que cualquier soledad y que todo miedo. La alegría de una vida de castidad que vive esperando al mejor Amante, la riqueza del que renuncia a los bienes terrenos con tal de no dejar de buscar «las almas», la libertad de nuestra obediencia que hace que nos parezcamos a nuestro Señor, encuentran aquí su más auténtico fundamento y justamente de este misterio quieren ser signo visible y elocuente. Cristo está con nosotros y llena nuestra vida de modo superabundante. La plenitud interior que deriva de ello es en el fondo el verdadero tesoro del misionero y el don más grande que él puede transmitir a aquellos a los que es Enviado. Nada hay más persuasivo y convincente que quien, representando al Señor Jesús existencialmente, se presenta habitado por su presencia luminosa, hasta transparentarlo en la serenidad de su rostro, en la profundidad de la mirada, en la humildad del trato, en la verdad de los gestos y de las palabras. Del mismo modo que Jesús fue para los discípulos imagen y transparencia del Padre, así el verdadero misionero está llamado a ser icono transparente de Jesús resucitado. Y lo puede ser porque Cristo está verdaderamente con él, en una compañía tan íntima que se convierte en verdadera inhabitación: el apóstol, como Pablo, puede exclamar: «yo vivo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20).

De ese modo la misión alcanza de verdad la profundidad mística que le es propia. Desde el principio, en efecto, al llamar a los Doce, Jesús los había instituido «para que estuviesen con él y para enviarlos a predicar» (Mc 3,14). Por experiencia personal sabemos todos lo fácil que es advertir en lo concreto de nuestra existencia una cierta tensión entre esos dos elementos y cómo se puede oscilar en una especie de rotura interior entre oración y obras, contemplación y acción, donación a Dios y entrega de sí a los demás.
Ahora bien, desde el principio de la llamada a los Doce, las dos dimensiones se presentan, en cambio, juntas e íntimamente conexas entre sí: sólo si se entra en una profunda familiaridad con Jesús, se puede irradiar su presencia a los demás y transmitir de verdad su Palabra.
Transmitir la Palabra al mundo quien antes la ha escuchado, como hizo María en casa de Isabel. Se convierte en hermano de Jesús quien está junto a él, ocupado en la escucha de su Palabra. Estar con Jesús no puede entenderse de ningún modo como algo que se realiza de vez en cuando, en las pausas de la actividad. El Evangelio de Juan es muy claro sobre esto, cuando habla de la necesidad absoluta de permanecer en Él, porque sin Él no se puede nada. Y, en efecto, precisamente en fuerza de la novedad de la resurrección, por la que la presencia de Cristo invade todo tiempo y lugar, la íntima unidad entre oración y anuncio se convierte en un nuevo título experimentable. Contemplación y testimonio llegan así profundamente a compenetrarse, reclamándose mutuamente en un movimiento semejante al de sístole y diástole de nuestro corazón.
Naturalmente en el camino personal de todo misionero, esta íntima compenetración de oración y anuncio no son nunca el punto de partida, sino la meta que alcanzar. Esto requiere un camino formativo adecuado y una constante vigilancia interior. Sólo así se puede evitar un falso espiritualismo, que aparta del trabajo apostólico y engaña con una cercanía a Dios que después resulta desmentida por los hechos; al mismo tiempo se puede superar un estéril activismo, que obtiene el único resultado de vaciar la vida de un discípulo, y quizá de llevarlo hasta el abandono. La urgencia fundamental y el corazón mismo de la misión consisten, por tanto en aprender el arte supremo, el de vivir en Jesús, en su señorío, profundamente identificados con Él, con sus pensamientos, haciendo de su Palabra el propio alimento. Interrogándose sobre los horizontes de la Iglesia en el Tercer Milenio, después de la celebración del Gran Jubileo, Juan Pablo II escribía en la Carta Apostólica Novo Millennio Ineunte:

Nos interrogamos con confiado optimismo, aunque sin infravalorar los problemas. No nos seduce, desde luego, la perspectiva ingenua de que, ante los grandes retos de nuestro tiempo, pueda existir una fórmula mágica. No, no será una fórmula la que nos salve, sino una Persona, y la certeza que ella nos infunde: ¡Yo estoy con vosotros! No se trata, pues, de inventar un «nuevo programa». El programa ya existe: es el de siempre, recogido por el Evangelio y la viva Tradición. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar para vivir en Él la vida trinitaria, y transformar con Él la historia hasta su perfección en la Jerusalén celeste. Es un programa que no cambia con el vaivén de los tiempos y las culturas, aunque tenga en cuenta el tiempo y las culturas para un verdadero diálogo y una comunicación eficaz. Este programa de siempre es el nuestro para el tercer milenio.6
Y después proseguía designando como verdadera urgencia de la Iglesia las líneas de una pedagogía de la santidad, como «alto grado de la vida cristiana ordinaria»,7 sobre la base de la convicción de que «ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación» (1 Tes 4,3). Él mismo oía repetir la objeción de que una perspectiva como esa parecía demasiado genérica y alta para inspirar una programación pastoral, pero con extrema claridad respondía que solo asumiendo con seriedad y coherencia esta perspectiva, los diversos problemas de la vida pastoral concreta podían encontrar solución. La santidad no puede añadirse posteriormente a una programación apostólica planteada sobre otras bases, sino que debe ser la inspiración original que mueve todo el discernimiento pastoral; si no, el riesgo de perderse en discusiones estériles y en proyectos vanos, que no reflejan el pensamiento de Dios, se hace por desgracia real.

Conclusión
Queridos Hermanos, a la vida consagrada de nuestro tiempo se reprocha, algunas veces, que produce muchos servicios, pero ofrece poca santidad. Tal vez precisamente por eso es necesario examinarse para que nuestra Familia Salesiana y nuestras comunidades apostólicas puedan ser verdaderas escuelas en las que se aprende concretamente el arte de la santidad, es decir, el arte de la vida cristiana auténtica, como nuestro santo Fundador Don Bosco la practicó y como nos la ha transmitido.

En los lugares donde nos encontramos viviendo como discípulos y apóstoles estamos llamados a ser santos. La misión asume por todas partes nuevos cometidos; pide personas y comunidades enamoradas de Jesús y valientes en el testimonio y en el servicio. En todas partes, pero especialmente en Europa, la Congregación despliega ahora su atención y envía sus mejores energías. ¡Es el tiempo de la misión! Que puedan seguir surgiendo entre nosotros auténticas vocaciones misioneras, santas y generosas; que podamos suscitar entre los jóvenes y los laicos voluntarios misioneros, discípulos y apóstoles.
Junto a vosotros confío este compromiso misionero de la Congregación a María Auxiliadora, Madre de la Iglesia. Ella ha estado siempre presente en nuestra historia y no dejará que falte su presencia y ayuda en esta hora. Como en el cenáculo, María, la experta del Espíritu, nos enseñará a dejarnos guiar por Él «para poder discernir la voluntad de Dios, lo que es bueno, lo que le agrada, lo perfecto» (Rom 12,2b).
Con mucho afecto, estima y gratitud.

Pascual Chávez Villanueva, SDB
Rector Mayor

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